Imagina que tienes un proyecto importante en tus manos y dos colegas distintos a quienes podrías asignarlo. El primero, llamémosle “Ale”, es alguien que siempre llega con entusiasmo y una actitud de “¡Podemos lograrlo!”. Ale ve cada obstáculo como una oportunidad para innovar. ¿Qué pasa en este caso? Las reuniones se vuelven espacios de ideas frescas; Ale se siente libre para proponer, y aunque haya obstáculos, su forma de verlos transforma el ambiente. Así, todos trabajan con energía, porque sienten que están haciendo algo grande. Cuando surge un problema, no es un drama, sino un reto a resolver en equipo.
Ahora, pensemos en “Carlos”, quien tiene otro enfoque. Carlos es muy meticuloso, pero suele ver los proyectos con cierta desconfianza, pensando en los posibles errores y en lo que podría salir mal. ¿Qué crees que ocurre aquí? El ambiente cambia, y lo hace de una forma más cautelosa. Carlos toma cada problema como un posible “esto se complicará”, y eso se transmite. La gente empieza a trabajar con precaución, tratando de no equivocarse. A veces, esta actitud ayuda a evitar riesgos, pero también puede frenar las ideas creativas y el entusiasmo del equipo.
Entonces, ¿cómo se resuelven los problemas en cada caso? Con Ale, el equipo tiende a buscar soluciones colaborativas y a arriesgar un poco más. Con Carlos, el enfoque se vuelve más defensivo, como un “preparémonos para lo peor”. Ambas actitudes tienen sus ventajas, pero el ambiente que creas con cada una es distinto. Al final, lo ideal es encontrar un equilibrio: ni ver solo oportunidades, ni caer en puro pesimismo. Un equipo con visión y precaución puede abordar los desafíos con creatividad y seguridad, logrando un ambiente de trabajo positivo y equilibrado.